Nací en el año 1976 en un hermoso y
próspero país llamado Venezuela, país considerado los Estados Unidos de
Sudamérica para ese entonces. Cientos de inmigrantes de muchas naciones tenían
como destino esta bella tierra de abundancia. Portugueses, españoles,
italianos, árabes, chinos, colombianos, entre muchos otros, veían a ésta como
la tierra de las oportunidades.
Soy hijo de dos de esos inmigrantes
provenientes de Colombia, que en el año 1975 sintieron que lo mejor para ellos
y para su progenie era salir de un país que para entonces se encontraba sumido
en la más grande ausencia de posibilidades, en una pobreza tanto material como
espiritual y en una incipiente ola de violencia que cobraría cientos de miles
de vidas inocentes en los siguientes 25 años.
Venezuela era el símbolo de la esperanza
para muchos, con su gran bonanza petrolera, con sus subsidios, con su “ta’
barato, dame dos” y en especial con ese paternalismo gubernamental que
predominaba (y predomina aún) en la sociedad venezolana. Hacer negocios en
Venezuela entonces era, como se dice en esa bella tierra, pegarle un tiro al
suelo. No había nada a lo que no se le pudiera sacar provecho.
Pero mientras el disfrute cegaba a la
gran mayoría de los venezolanos con esa abundancia ilimitada, adormecidos del
deber y de la expansión de su ser, aislados por completo de la responsabilidad
de su rol como ciudadanos y del aporte que implica el pertenecer a un estado y
el ser parte de una sociedad interdependiente, ensimismados y absortos en la
plena satisfacción personal, mientras todo esto acontecía, detrás de bambalinas
se estaba gestando la semilla de la que brotaría un futuro incierto para la
población. Sólo aquellos con la sartén agarrada por el mango podían “ver” lo
que le esperaba al país. Muchos de estos se apertrecharon y “dejaron el pelero
a tiempo” con los bolsillos full. Otros se quedaron: algunos para hacer su
mejor esfuerzo por el país, algunos a ver qué más se le podía exprimir a este
país en decadencia.
Crecí entre Venezuela y Colombia.
Estudiaba en Bogotá y descansaban de mí enviándome a Valencia en las
vacaciones. Siempre me sentí mejor en Venezuela. No sabía por qué. Sentía una
gran ausencia de preocupación por las cosas básicas. Expresiones como: “Hoy no
tenemos suficiente comida para los 13 que vivimos aquí” o “Aguántese, mijito,
con ese par de zapatos hasta que tengamos para cambiarles la suela” jamás las
escuché cuando estaba de vacaciones en Venezuela. Me sentía más relajado, sin
presión alguna por aquello de que me fueran a “robar” para sacarme los órganos
y dárselos al hijo de una pareja rica en Francia (cuento muy común en Colombia
en aquella época. Tal vez era un cuento estilo Hermanos Grimm para que los
niños no salieran al “bosque” y así evitarle problemas costosos a las
familias). En Venezuela era transparente el asunto de qué comeremos o qué
beberemos o dónde viviremos. Todos tenían acceso a todo por muy bajo precio.
El poder adquisitivo del venezolano era
alto en los 70s y 80s. Uno de los mayores ingresos per cápita del mundo para
entonces. La relación cambiaria dólar - bolívar era de 1 a 1. Ir a los Estados
Unidos era para los venezolanos como ir a Colombia, o más claro aún, como ir de
Caracas a Margarita o a Maracaibo. Fines de semana en Miami y Orlando, “ya
vengo, voy de compras a Nueva York”. Qué nota. Qué abundancia. Qué
inconciencia. Qué pérdida.
Pero, ¿por qué de repente las cosas
cambiaron tan radicalmente? ¿”De repente”? ¿Es justo decir “de repente”? Descubrí
con el tiempo que no es el país ni sus recursos lo que hacen a una nación
grande, sino su gente. Además descubrí que no es suficiente con que esa gente
sea “chévere” o sonriente o alegre (que son expresiones externas de un sentir
interior y que no cuesta nada expresarlas), sino que es imprescindible que sea
también gente trabajadora, responsable, visionaria, consiente de su rol y
generadora de acción continua en aras de un mejor país. También descubrí que
los cambios no ocurren “de repente”, sino como consecuencia de una serie de
decisiones de varios o muchos, en el caso de Venezuela, sistemáticamente
ejecutadas con una sola premisa como ancla: el beneficio personal.
Sin control, sin límites y sin símbolos
patrios en el corazón, la gente que decía: “no me des, pero ponme donde hay”,
poco a poco fue destruyendo la moral, la economía y las raíces de este pueblo.
Con el tiempo esa cultura hermosa y progresista que se había comenzado a
desarrollar por allá en los 50s y que se encontraba en ascenso empezó a declinar.

Violencia y más violencia. “Maten a esos
hijuep*tas”, gritaba CAP a sus generales desde La Casona durante el Caracazo,
momento que no fue más que el pueblo expresando que no estaba dispuesto a
asumir su responsabilidad de autosuficiencia y que no toleraría incrementos en
los precios porque el gobierno estaba en el deber de mantenerlo, como hasta ese
momento había acontecido. Tres años más tarde se enfrentarían leales y rebeldes
en la intentona golpista del 4 de febrero de 1992 a la que Ángela Zago llamó en
libro de 1998 La Rebelión de los Ángeles,
rebelión que comenzó a gestarse por allá a finales del año 1983 con la
formación de una sociedad secreta con Chávez como uno de sus fundadores en las
inmediaciones del Samán de Güere y que tenía como fines sacar a la “oligarquía
pro-imperialista” del gobierno y tomar ellos el control. En 1998 esa transición
se dio por la vía electoral y vaya que mejoró la situación con ese cambio.
Para la época del Caracazo ya teníamos 5
años viviendo en San Blas Viejo, Valencia. Sí, el mismo San Blas de los famosos
Malpica y Arismendi (una vez el Chivito me dio la cola –gave me a ride- en su
Ninja). Yo estudiaba, salía a jugar pelotica e’goma y chapitas, a caerme a
golpes por un fuerte y a hacer todo lo que un teenager de 13 años hace (entre lo que hubo muchas cosas de las
cuales no estoy orgulloso). Bonny Cepeda, Sergio Vargas, Daiquirí, Wilfrido
Vargas y Las Chicas del Can eran, entre tantos, los cantantes que llenaban de
sonido las fiestas en ese entonces. Me gustaba dormirme bajo el peso de los
megahertz de Latina 99.1 FM. Qué programación más buena, caramba. Todavía
estaba el 1x1 en la radio nacional: por cada canción extranjera que se
“play-ara” era ley “play-ar” una nacional, entonces se inundó la radio de
talento venezolano: Elisa Rego, Karina, Kiara, Musiquito, Colina (Colina!
Imagínense lo fácil que era hacer negocios en Venezuela!), Carlos Mata, Sergio
Pérez, Adrenalina Caribe y su hermano Yordano. En fin, un sinnúmero de artistas
locales que llenaron de alegría y ritmo las emisoras y teatros de Venezuela.
Es inevitable conectar el momento social
que vivía Venezuela con la música que sonaba entonces. Pareciera que un hilo
entretejiera música y momentos hasta diseñar un bello tapiz de memorias
coloridas. Lo mismo ocurre con el olfato, que de acuerdo a los expertos, es el
sentido que más conexión tiene con la memoria: ¿qué venezolano no recuerda el
jabón de yodo? ¿el del empaque negro y letras amarillas? ¿O el olor de los
perros calientes de la calle del hambre? ¿O cuando ibas por la Francisco
Fajardo hacia La Urbina y pasabas por la Polar de Los Ruices y te pegaba el
olor a malta?
Cuando pones todo eso junto en tu mente y
la gravedad hace que ese pensamiento caiga hacia el corazón, te visita una
emoción llamada nostalgia. Mientras estás habitado por la nostalgia tu rostro
comunica una sonrisa tenue que más parece un esbozo de tristeza, una luz
amarilla en el semáforo emocional, indicando que estás a punto de necesitar un
pañuelo. Pero, ¿qué ocurre cuando en medio de esa nostalgia aterrizas a la
realidad en la que se vive en Venezuela, ya sea con un texto que te llegó, un
Tweet, un email (ninguno de los cuales existía en otrora)?
Parece que la nostalgia y la realidad
mantienen un conflicto milenario entre ellas y no son buenas compañeras la una
de la otra. Me da la impresión de que no pueden co-existir en un mismo momento
y corazón. Porque cuando llega el momento en el que coinciden, aparecen otras
emociones como la rabia, la frustración y la tristeza, y todas ellas tienen sus
luces y sombras, pero parece que los seres humanos tendemos a pararnos en las
sombras de nuestras emociones y este juicio nos trae de regreso al tema central
de este artículo: el pueblo venezolano está pasando por un proceso de encuentro
entre estas emociones. El país ha cobrado un estado de ánimo y se ha apropiado
de él. Es imposible esconderlo, porque está por doquier. Está en cada persona,
en cada interacción, en el nivel de atención al cliente, en la calidad de los
servicios públicos y en muchas otras cosas más. Esa cordialidad que
caracterizaba al venezolano ha mermado como producto de estos cambios que se
han suscitado con el pasar de los años y se percibe en la agresividad al
manejar, en las malas caras de los dependientes a los clientes, en la
desconfianza al hacer negocios, en la forma en la que se hacen reclamos por
servicio. Estas tendencias parecen estar pasando a formar parte de nuestra
cultura. Si esto es verdad, es muy triste que así sea. Se está alterando la
genética social y cultural de la nación. Se está agregando o quitando un
cromosoma a la cadena de ADN de la sociedad venezolana. En otras palabras, está
cambiando para siempre.

Pero la interrogante es si ese cambio
podría ser bueno. La evidencia demuestra que no (el año 2011 cerró con más de
19 mil homicidios, por ejemplo), pero un optimista podría decir que es una
experiencia de la cual se puede aprender mucho y que nos ayudará a madurar como
pueblo. Puede ser verdad. El asunto es que la madurez no es gratis y el precio
que se pague por ella debe valer la pena en términos de resultados obtenidos y
luego de los 13 años de chavismo (u oscurantismo) más los 40 y tantos años de
democracia demagógica no pareciera que haya evidencia de una “madurez” lograda
por el pueblo; antes bien, lo que se evidencia es un tremendo retroceso en
términos de civismo y sociedad. Las guerras, por ejemplo, han catapultado a
otros pueblos hacia el desarrollo. Se esperaría que ocurriera lo mismo con la
situación que ha tenido Venezuela en todos estos años. Pero no es así. Otra
vez, hay más retroceso que avance. Más señalamiento que toma de conciencia. Más
culpa que responsabilidad.
Entonces, ¿hacia dónde se dirige
Venezuela? Si partimos de la premisa inicial de que un país es grande por su
gente y no por sus recursos, ¿hacia dónde va este país? Si es del pueblo de
donde salen los gobernantes, ¿hacia dónde se dirigirá esta nación?
Me acuerdo que a los 16 años mi mamá
vivía en una urbanización en Valencia llamada Lomas de Funval. En ese entonces
nos quedábamos los panas sentados en las bancas del bulevar de la urbanización hablando
hasta tarde, y una vez hasta nos quedamos dormidos de sábado para domingo cada
uno en una banca. No hubo novedad. Hoy cada casa en esa urbanización parece una
fortaleza y cada vez más familias están saliendo de ese lugar. En una ocasión
hubo una fiesta de 15 años y yo era parte de la cuadrilla. Un grupo de “panas”
que no fueron invitados quisieron entrar en la fiesta “a lo bravo” y con unos
tragos de más encima; nosotros no se los permitimos, así que se formó una pelea
grupal (de esas que me encantaban) y nos dimos hasta en la cédula. Luego de la
pelea el grupo no deseado se fue, la fiesta siguió y al día siguiente me los
encontré en el bulevar y ¿saben qué pasó? Nos saludamos como si nada hubiera
ocurrido. ¡Qué nobleza! ¡Eso ya no existe en Venezuela! Si ese escenario se
hubiera dado hoy, por lo menos 12 tiros más 1 me hubieran dado. ¿No es eso
verdaderamente triste? ¿No es una perdida socio-genética gravísima? ¿Hacia
dónde se dirige esta gran nación?

Hoy día al ver que todo esto ocurre ante
el ojo inmutado del presidente, su séquito y su supuesta “revolución bonita”
causa verdadera indignación. Mientras miles de familias pierden a sus seres
queridos en manos del hampa común y del crimen organizado, el gobierno no muestra
un ápice de inquietud ante ello ni muestra en lo más mínimo una respuesta
efectiva que satisfaga las demandas de la justicia. Al contrario, la impunidad se
ha apoderado del sistema, la anarquía de las calles y la corrupción de los
corazones de quienes dicen gobernar, dejando sin empresa a luchadores cuya vida
y años se han desgastado en la forja de sus proyectos y compañías los cuales
pierden sin derecho a “pataleo” cuando el gran dictador de la patria pronuncia
arrogantemente y con satisfacción casi orgásmica la palabra “exprópiese”.
Mi esposa e hijos salieron para Venezuela
el 2 de enero de este 2012 para estar dos semanas allí con el fin de renovar el pasaporte de
mi hija mayor y aprovechar visitar a la familia (creo que fue al revés).
Preparé un poder y lo apostillé para que mi esposa pudiera llevar a cabo todos
los trámites sin problema alguno (de acuerdo al mundo según Johnattan) ya que
yo no podía ir con ella por asuntos profesionales. Llegó el momento de la tan
ansiada cita con la ONIDEX para el trámite del pasaporte y la respuesta fue:
“¡pa’tras! No está visado por un abogado, vaya y lo visa”. Fue y lo visó.
Regresó. La respuesta: “la firma del abogado que lo visó no está registrada en
el sistema de la ONIDEX porque es un recién graduado” (¡y a mí qué cara*o me
importa que sea un recién graduado! ¿Tengo cara de que fui a su acto de
graduación?). Había que esperar a que la firma del abogado que lo visó se
registrara en el sistema. La mandaron ir un sábado por la mañana (ese día la
familia la había invitado a ir a la playa después de más de dos años sin ver el
mar) así que fue el sábado y le dijeron que tenía que renovar las partidas de
nacimiento y que la firma del abogado aún no estaba en el sistema (¡¿dónde y
cuándo han escuchado que una partida de nacimiento se tiene que renovar?!), así
que no se pudo ese día, tampoco se pudo ir a la playa. El lunes mi esposa fue,
“renovó” las partidas de nacimiento y le sacó las cédulas a los niños (todo un
día en eso). Regresó al día siguiente y ¿saben qué? La firma del abogado aún no
estaba en el sistema. Le dijeron inclusive que tenía que ir a Caracas a
resolver esa situación. Pero pasó lo que tenía que pasar: mi esposa se quebró y
no aguantó más, les dijo cuatro vainas y se fue.
Me contó su via crucis por Skype y concluimos que debido a lo importante de la
diligencia era necesario que me apersonara a Valencia para resolverlo, ya que
evidentemente no se resolvería como lo habíamos estado haciendo. Llegué a
Bogotá proveniente de México el lunes a las 02:00 horas y salí para Valencia 15
horas después. Lo primero que hicimos fue ir a solventar la situación. Al
llegar lo primero que nos dicen es que la firma del recién graduado no aparece
aún en el sistema (No… ¡qué novedad!), entonces les dijimos que ya no era
necesario pues el padre de la criatura estaba presente. Me pidieron mi cédula
laminada (aunque el requisito dice “fotocopia de cédula de ambos padres”) y no
la tenía, pues se me había perdido mientras estaba en Bogotá y nunca me preocupé
por sacarla otra vez. Digamos que esto fue culpa mía. La respuesta: “Vaya saque
su cédula y venga otra vez”.
A la mañana siguiente madrugué a otra oficina
de la ONIDEX para tramitar mi cédula. Llegué a las 05:30 y ya tenía una fila de
25 personas por delante. En la página web dice que los horarios son de 08:00 a
las 16:00, pero lo que no dice es que el personal tiene que desayunar, reposar,
conversar y amenizar la mañana antes de abrir y evidentemente toda esa fiesta
social comienza a ocurrir a las 08:00 horas. Lo cierto es que abrieron las
puertas a las 09:02 minutos de la mañana, con más de 100 personas en la fila, y
esta fila pasaba por el frente de un terreno lleno de basura descompuesta, y
¿adivinen a quién le tocó estar desde las 05:30 hasta las 09:02 de pie en
frente del terreno? Salí a las 10:40 de esa sede y luego de llegar a la casa de
mi suegra y comer algo, salimos para la otra oficina de la ONIDEX para tramitar
el pasaporte. Llegamos y luego de un largo tiempo de espera (como todas las
veces anteriores) nos atienden y nos hacen pasar. Yo no lo podía creer. ¡Estaba
tramitando el pasaporte! En medio del calor insoportable, las malas caras y el
trato dictatorial por fin nos entregaron el comprobante del trámite para
retirarlo 20 días después.
Debido al tiempo perdido en toda esta
burocracia y falta de interés en ayudar, la visa de los niños tiene que
esperar, lo que nos lleva a la necesidad de conversaciones de petición de
excepciones al director de la escuela de los niños (cosa que nunca me ha
gustado hacer). ¡Pero tenemos el comprobante de que tramitamos el pasaporte! ¿No
es genial?
Mi esposa hizo seis diligencias
relacionadas con el pasaporte y juntos hicimos tres. ¿Creen que es normal que
tenga que ser así? Y pensar que a veces los muchachos pasan por alto todo esto
que uno hace por ellos…
Ahora, la pregunta es ¿qué tiene que ver
nuestra experiencia con el pasaporte con el cambio que se está verificando en
el país y a la cual le he dedicado tanto tiempo en este artículo? Es la misma
relación existente entre los dolores de cabeza frecuentes y un tumor en el
cerebro. Los síntomas que se están manifestando en cada organismo público, en
el trato entre la gente e inclusive entre los miembros de muchas familias, es
solamente la somatización de un cáncer que inunda el país, y es casi esotérico
lo que voy a decir, pero éste cáncer social y cívico pareciera estar
simbolizado en la enfermedad que padece el presidente.

Varones hermanos, ¿qué haremos? ¿Qué
tenemos a nuestro alcance hacer que pueda tener un impacto positivo para el
cambio que se requiere? Venezuela necesita urgentemente entrar en la unidad de
cuidados intensivos. Está enferma. Está muy grave. Está muriendo. Ese cuidado
sólo puede venir con un cambio en sistema de gobierno y con la desaparición de
esa filosofía e idealismo fútil que se ha tratado de impregnar en las mentes de
los nobles venezolanos. Ese cambio representa la entrada de Venezuela en la
unidad de cuidados intensivos, momento que será crítico para su recuperación y
tiempo en el que no podremos esperar mucho del país. Pero una vez recuperado volverá
a ser la tierra de la abundancia, la tierra prometida, la tierra de las
oportunidades y miles de venezolanos que hoy viven en el exterior volarán como
bandadas de pájaros hacia la patria que los vio nacer para ayudar en su
reconstrucción. Venezuela tiene mucho que dar, tanto para dentro como para
afuera, pero primero tenemos que limpiar el vaso en su interior para poder ser
recipientes idóneos de la dignidad, integridad y honestidad que se requiere
para que ésta sea una sociedad ejemplar y de talla global.
¿Y cuál sería mi rol y tu rol en todo
este proceso de recuperación? En este momento sólo una cosa. Votar por ese
cambio. Necesitamos entender que el ejercer el voto no es un acto político,
sino un acto cívico. Puede que tu seas apolítico y está bien, pero ello no
significa que hayas perdido tu derecho y tu deber al sufragio. Por no votar es
que el país está en manos de este dictador y tu y yo y muchos estamos sufriendo
las consecuencias. Quejarnos no sirve. Actuar es la solución y la solución es
sencilla: inscríbete, asiste y vota por quien más te conecte. No te quejes
mientras estás en la fila para votar, no te quejes del sol, del calor, de lo
malo que está el pavimento, de las malas condiciones de la escuela en la que te
tocó votar, del tiempo de espera. No te quejes. NO TE QUEJES. Sonríe y ten una
actitud positiva todo el tiempo.
“La enfermedad del poder
galopa en este régimen “ y-que-bolivariano” anciano y debilitado, que remató
con suma decadencia nuestro siglo veinte y lucha por trascender en el
veintiuno. Pero no lo hará, pues al igual que Castro, Gómez y Pérez Jiménez ,
por sólo mencionar a tres de nuestros corruptos ancestros militares, Chávez ha
convertido su mando en un poder monárquico, autorreferente, personal, dirigido
a sí mismo, ensimismado que, como todo lo individual, se desvanece por
enfermedad, por exilio o por muerte.
En el 2012 tenemos la
oportunidad de superar este período de gobierno anárquico (algún politólogo
explicará mejor ese oxímoron), que fue capaz, en trece años, de retrotraernos
al último tercio del siglo XIX. En esos tiempos, los militarzuelos (algunos venerados
como héroes con sus nombres en calles y hasta estados) que gobernaban promovían
las luchas internas, conspiraban creando constituciones que les alargaran su
estadía en el poder y se complacían asesinando a sus adversarios.
Pero, ¿cómo evitar que este
cíclico virus reaparezca en medio siglo, cuando Pablo Pérez, Henrique Capriles,
Leopoldo López o María Corina Machado sean un recuerdo amable en los pasillos
de Miraflores? Una posible respuesta la consignó Karl R. Popper en 1945, al
sugerir que se debe “reemplazar la pregunta ¿quién debería gobernar? Por ¿cómo
podemos organizar las instituciones políticas, de tal manera que se impida a
los gobernantes malos o incompetentes hacer demasiado daño?”.
Esa pista, legada por el
pensador británico, podría ser trabajada en la Mesa de la Unidad para generar
una propuesta de reingeniería política, avalada, aceptada y adoptada por los
hoy pre-candidatos, pues ¿de qué le servirán al país estupendos planes
económicos, pólizas contra la reelección o maravillosos proyectos educativos si
dejamos abierta la puerta institucional a los caudillos que habitan en nuestros
propios genes y que emergen cuando el ambiente les provee resentimiento,
impotencia e indecencia?”
Destaca aquellas cosas buenas y comienza
a sembrar esa cultura progresista en tu propio entorno. Si lo haces tú, tu
hermano o hermana, tu mamá (sí, la tuya), tu papá, tu primo, tu compadre, tus
panas, tus vecinos, pronto esa actitud se viralizará y tendremos la Venezuela
que queremos, de adentro para afuera, Como Deber Ser.